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La
historia tras la carta de doña Lupe. |
Caminaba por el rancho tomando algunas fotos cuando se me acercó una señora mayor y con marcado acento jarocho me dijo que era el segundo año que asistía con sus nietos a cortar el arbolito y quería darme personalmente las gracias por el lugar. Probablemente puse cara de sorprendido, porque doña Lupe dijo "ah, es que no sabe la historia, se la voy a contar" y habló sin parar mientras yo la escuchaba encantado. Cuando terminó el conmovedor relato me dio un abrazo navideño y le pedí permiso para escribir lo que acababa de escuchar. Soltó una carcajada y me respondió: no pierda su tiempo ¿a quién le van a interesar mis cuentos de vieja? Decidí hacerlo en forma de carta y al año siguiente entregarle una copia a cada cliente que llegara a cortar su arbolito. El cuento de vieja de doña Lupe, que según ella a nadie iba a interesar, conmovió a muchos. No sé si Doña Lupe leyó "su carta", porque ni la siguiente temporada ni ninguna otra la volví a ver en el rancho, pero han pasado tantos años de eso, que supongo que, como el rancho, doña Lupe subió de lo verde al azul y me alegra pensar que desde ahí, cada año sonríe. José López del Puerto. LA CARTA DE DOÑA LUPE. Señores: Les escribo del tetraheroico puerto de Veracruz. Soy costeña, rumbera y jarocha, diría el inolvidable Agustín, aunque mi cuerpo ya no está para rumbas. Amo el calor, la música del trópico, el mar y las palmeras y nunca me han gustado las montañas; el frío y la nieve no van conmigo. Cuando mis nietos, entusiasmados por algunos de sus compañeros de escuela, propusieron ir a EL CICLO a cortar nuestro arbolito, mi respuesta fue “primero muerta que congelada”; pero acabaron saliéndose con la suya, como siempre pasa. Partimos el domingo muy temprano, mi hija y su esposo en los asientos delanteros, los niños y yo en el de atrás y las chamarras y viandas en la cajuela. Pasamos a desayunar a un hotel nuevo a la entrada de Xalapa, donde brillaba el sol pero se apreciaban algunas nubes en las montañas. Dios mío -imploré- no me hagas pasar fríos. Cuando proseguimos el viaje íbamos todos con las chamarras puestas y la barriga llena, pero yo con el corazón no muy contento. Algunos kilómetros adelante, mi yerno bajó la ventanilla para comprar un queso y yo sentí que la neblina se me metía por el cuello. --Van a tener árbol pero se van a quedar sin abuelita, dije en broma a mis nietos tratando de ocultar la angustia. Llegamos a EL CICLO como a las once. A la entrada nos dieron un serrucho y los niños empezaron a brincar cuando leyeron un letrero que decía “Venados”. --¿Dónde están, abue, los ves? --¡se han de haber muerto de frío!, contesté y mi hija me echó una mirada que en mi época hubiera sido intolerable. Subimos por una cuesta empedrada y llegamos a un estacionamiento donde había otros automóviles. Cuando dije que los esperaba en el carro, empezó una pequeña batalla verbal: --¿a qué viniste mamá? --yo no vine, me trajeron --pero no amarrada y ya estás aquí, disfrútalo --me conformo con sobrevivir. --¿Dónde están los niños?, terció mi yerno, y los tres salimos en estampida a buscarlos. Habían bajado por una ladera llena de pinitos y no tardamos en encontrarlos. No sé si fue la carrera que pegué, la risa de mis nietos, el olor de los pinos o la pureza del aire, pero de pronto me sentí feliz. Los niños habían encontrado un arbolito que les gustó y lo estaban “apartando”. El mayor empezó a cortarlo con el serrucho siguiendo las instrucciones de su papá, mientras el pequeño esperaba ansioso de la mano de su madre. Lamenté que con la carrera la cámara se hubiera quedado en el coche, pero grabé la estampa en mi corazón: tras ellos los rayos del Sol empezaban a filtrarse entre la niebla, en un hueco asomaban las torres blancas de una iglesia y un ondulante oleaje de pinitos subía difuso por la colina. Entre todos llevamos el arbolito recién cortado al estacionamiento y un joven muy amable lo amarró al techo del auto después de haberlo empacado en una malla. Bajamos al área de pícnic, donde una familia que ya se iba nos dejó encendida la fogata, y los niños empezaron a chamuscar malvaviscos mientras preparábamos la comida. Yo llevaba unos chorizos envueltos en papel aluminio que puestos a las brasas quedaron deliciosos y mi yerno, que como todos los hombres se siente boy scout, sacó una navaja para partir la carne en vez de usar el cuchillo que venía en la canasta. De algún lugar del bosque brotaba música clásica mezclada con sonidos de la naturaleza y me senté en un tronco a contemplar las llamas danzar en la fogata. Mi hija, que me conoce mejor que nadie, debe haber adivinado que estaba pensando en su padre porque sin decirme palabra se acercó a darme un beso. Ya en la carretera, mis nietos se durmieron sobre mis piernas y me sentí la abuela más dichosa del mundo. Cuando llegamos a casa estaban descansados e insistieron en poner enseguida el arbolito. A pesar de mis protestas, nuevamente se salieron con la suya. Dicen ustedes, en el folleto que nos dieron al entrar, que EL CICLO nació de un sueño y que al adornar nuestro hogar con un arbolito cultivado por las manos de campesinos veracruzanos estamos haciendo más de lo que creemos por nuestro cielo, aire, agua, suelo y gente. Yo añadiría que al permitirnos compartir su sueño están haciendo por nosotros más de lo que ustedes creen. Anoche, cuando contemplábamos nuestro pinito después de celebrar mi santo, el más pequeño de mis nietos dijo --¿abue, cuánto falta para volver a ir y cortar otro? Todos nos reímos y yo pensé que si Dios me da vida y salud, el año próximo volveré a Las Vigas, pues como dije al principio amo el calor y en EL CICLO disfruté del más intenso de todos: el que irradian los corazones que nos aman. Desde el fondo del mío les digo ¡gracias! y les deseo una feliz Navidad. Guadalupe
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